domingo, 6 de marzo de 2011

Este es un extracto o más bien un resumen de uno de los capítulos del Libro “Terapia Floral para niños de Hoy” de Amanda Céspedes Calderón y María Ester Céspedes Calderón, que quise compartir a través de mi blog.
Suele suceder que en nuestra  casa tenemos una vajilla de cristal, ya sea heredada de los  abuelos o de regalo de bodas, pero se guarda y se ocupa sólo en contadas ocasiones.  Para todos los días optamos por una vajilla resistente a los  golpes, a los cambios de temperatura, a la manipulación descuidada. Un buen ejemplo es la vajilla de melanina, a prueba de niños. Sí se rompe, está el pegamento para repararla. Una  tenue línea irregular señalará que ese plato alguna vez se rompió, pero ya está reparado y nuevamente en servicio activo.
El ejemplo de la vajilla se aplica a escala humana. Los adultos por lo general, nos hemos fogueado en la vida y tendemos a ser como la vajilla de melanina: no nos hacen mella tan fácilmente las adversidades, y cuando ellas nos derriban solemos echar mano a algún pegamento mágico para reparar la herida, de tal modo que nadie llega a percibir que hemos sufrido alguna contrariedad, aun cuando llevemos por un tiempo la sutil cicatriz del dolor.  Los niños pequeños en cambio son como la vajilla de cristal, mientras más pequeño el niño, más fino el cristal de su alma y más improbable que un pegamento logre reparar la trizadura.
Tarde o temprano debemos usar nuestra vajilla fina. Entonces suplicaremos a quien nos ayuda a poner la mesa o a lavar los platos que por favor la trate con mucho amor. Similar ruego deberíamos hacer a cada adulto que lleva sobre sus hombros la tarea de cuidar y acompañara los niños en su desarrollo integral. Cada adulto significativo en la vida de un niño debe escuchar y atender a ese ruego. El amor a un niño exige muchos ingredientes, todos los cuales deben ser incorporados en forma necesaria e imprescindible a la receta del amor. Lamentablemente, ocho de cada diez adultos significativos en la vida de un niño escamotea uno, dos, tres incluso todos los ingredientes, con lo cual daña peligrosamente el precario equilibrio emocional de ese niño. Este escamoteo es una de las más sorprendentes paradojas del ser humano: los padres se esmeran por dotar a sus hijos pequeños de todos aquellos elementos que, según los medios de comunicación, constituyen lo imprescindible para el bienestar de un niño: sofisticados aparatos de televisión y juegos de consola, teléfonos celulares, equipos de música, ropa de marca. Elementos muy costosos que obligan a muchas familias a endeudarse para dar felicidad a sus hijos. Y, en cambio, los privan de elementos vitales para su salud integral, sin reparar en que estos elementos son gratuitos.
Por desgracia, en la cultura occidental está todavía muy arraigado el principio de “educación correctiva”, según la cual, es el rigor implacable y severo el mejor ingrediente en la crianza infantil. Esta educación correctiva, cuando es mal aplicada, constituye el principal enemigo de la educación a través del amor.
Los ingredientes del amor que educa y ayuda a crecer integralmente son los mismos elementos que constituyen un ambiente emocionalmente seguro.
Aceptación incondicional: todo niño pide ser amado tal cual es, sin condicionantes que generen en él inseguridad y sentimientos de minusvalía.
Valoración y reconocimiento: el motor del crecimiento emocional e intelectual de un niño es sentir que vale, que posee cualidades y que ellas son reconocidas y apreciadas por los adultos que lo aman. La autoestima es una dimensión esencial del desarrollo psicológico y está conformada por dos sentimientos: el propio valer (ser dueño de cualidades que lo distinguen) y el propio poder (ser capaz de generar cambios positivos en sí mismo y su entorno).
Respeto: todo niño espera ser tratado con la dignidad que merece su condición de persona humana. La humillación, la burla, el trato negligente o abusivo, la indiferencia y la descalificación son agresiones brutales a su alma y provocan heridas profundas y duraderas.
Expresión explícita de amor: todos los niños, incluso los adolecentes, esperan recibir señales abiertas y tangibles de afecto. Estas señales están codificadas de manera potente en las actitudes del adulto hacia el niño. De manera significativa en las palabras y de modo mucho menos importante en dones materiales. Una sonrisa afectuosa y comprensiva es una señal de amor infinitamente más significativa que un regalo comprado en forma apresurada para aplacar una pena.
Ser escuchado y acogido en los momentos difíciles de su existencia: hay situaciones en las que el niño se siente amenazado, confundido, desamparado. Es en esas circunstancias cuando necesita a su lado a un adulto dispuesto a acompañarlo a través de la comunicación afectiva.  No a un adulto que lo enjuicie, lo reprenda o le imponga soluciones improvisadas.
Protección y asistencia: los niños pequeños necesitan tener la certeza de estar amparados por el adulto, mientras que los más grandes, contar con su ayuda en determinadas situaciones.